Lo único que se escuchaba era el constante tic-tac del reloj de pared. Parecía que éste contaba despiadadamente los segundos que le quedaban de vida.
Una lágrima rodó por su mejilla mientras pensaba en Luciano. Pensaba en las pocas posibilidades que existían de volverlo a ver, de sentir sus manos tocando su cuerpo, de mirar sus ojos profundos. Suspiró y miró a su alrededor. Las muñecas le dolían por la fuerza de las cuerdas que la ataban. Abrió y cerró las manos para permitir a la sangre circular un poco y entonces sintió algo caliente que le escurría por los brazos. Era su propia sangre.
La parsimonia del tic-tac le hizo recordar el acto de equilibrio de Luciano. La primera vez que lo vio realizándolo se sintió tan atraída a él. Le fascinaba la entereza de su expresión al caminar sobre el cable en las alturas, la seguridad con que lo hacía, sus piernas fuertes sosteniéndolo.
Ella tenía un acto con Horacio en el mismo circo, el acto de los cuchillos. Él la amaba devotamente. Ella le tenía mucho agradecimiento. Sin embargo, con él jamás logró sentir la electricidad que Luciano le causó desde la primera vez que pasó a su lado y descuidadamente rozó su mano.
La atracción era eminente. Él la desnudaba con la mirada. Ella sentía como la sangre le bullía en las venas con sus miradas.
Finalmente una noche ella salió al baño mientras Horacio dormía. La noche era clara y cálida. Caminaba tranquila cuando sintió una mano jalarla por la cintura. Otra mano tapó su boca para evitarle gritar. Se sintió sorprendida y asustada pero cuando escuchó la voz de Luciano decirle –no grites por favor! Su sorpresa se volvió emoción. Escalofríos recorrieron su piel, sentía que el corazón le explotaría en el pecho.
Estaba de espaldas a él. La soltó y ella giró lentamente. Se miró en esos ojos que ya no podría borrar de su mente. Comenzaron a besarse y tocarse como queriendo reconocerse en un segundo. Ella sintió su lengua atrapar a la suya, sus manos explorar su cuerpo hasta llegar a su entrepierna. Sintió su cuerpo estremecerse con cada caricia, con cada beso, con cada respiración acompasada. Al momento de penetrarla, ella supo que él estaba penetrando algo más que su cuerpo. Él tuvo que taparle la boca para evitar ser descubiertos.
De pronto escucharon pasos y ella asustada lo empujó para salir corriendo a su remolque. Cuando se acostó al lado de Horacio todavía sentía la excitación del encuentro, el sabor de Luciano aún estaba en su boca. Su piel seguía erizada.
Ese fue el comienzo de su relación con Luciano, de los encuentros siempre clandestinos, siempre intensos. Luciano le suplicaba que huyeran juntos, ella dudaba siempre. Amaba a Luciano, sin embargo se sentía culpable por Horacio. Él siempre había sido tan bueno con ella, le había tendido la mano cuando ella estaba tan perdida. Le había enseñado a manejar los cuchillos casi tan bien como él lo hacía. ¡No podía abandonarlo! ¡Le debía tanto! Pero Luciano no podía entender esto y los celos lo mataban. Ella le suplicaba tiempo.
…y el tiempo era lo que se le terminaba ahora…el tic tac seguía torturándola y ella pensaba en la ironía de la situación. El ruido de la puerta la sacó de sus pensamientos, era Horacio.
Se acercó y la besó en los labios. Acarició tiernamente sus mejillas. Ella vio sus ojos llenarse de lágrimas mientras le preguntaba el por qué de su traición, si él no había hecho otra cosa que amarla. Sacó un cuchillo ensangrentado de sus ropas. Lo comenzó a limpiar al tiempo que le decía que Luciano no traicionaría a nadie más. Ella sintió un dolor profundo en el corazón. Lloró, le pidió que la soltara. Pero él no la escuchaba seguía en un monólogo de lamentaciones.
Horacio sacó un saco pequeño de terciopelo negro, lo desató y de interior extrajo una serie de dagas en diversos tamaños, parecían miniaturas de las que solía utilizar para su acto en el circo. Las comenzó a acomodar en una mesa próxima a la mesa en la cual ella yacía amarrada. Ella las miraba, calculó unas veinticinco. Ya no sentía miedo de lo que Horacio quisiera hacer con ellas, la vida perdía sentido ahora que sabía que Luciano se había ido.
Una vez acomodadas las dagas, Horacio espero a que el reloj marcara con sus campanadas la hora. Eran las cuatro de la tarde. Seleccionó cuatro dagas con sumo cuidado. Las tomó entre sus dedos y estudió el cuerpo semidesnudo de ella. Se acercó a su pierna derecha y clavó lenta y profundamente las cuatro dagas en el mismo sentido de las manecillas. Ella sentía un agudo dolor cada vez que una daga entraba, sentía la sangre caliente correrle por la piel.
Horacio, ya calmo, continuaba su monólogo con inusitada frialdad. Ella moriría lenta y dolorosamente, igual que su traición lo estaba matando a él. Era justo: él no podía causarle a su corazón el mismo dolor -ella no lo amaba a él- mas lo causaría de forma similar en su cuerpo. Dejaría que la sangre saliera de su cuerpo con cada daga, con cada hora que marcara el reloj. Causaría un dolor lento y profundo en ella, hasta que no quedara una gota de sangre que derramar. Hasta que ella no tuviera un solo aliento de vida. Guardo nuevamente las dagas que quedaban en la mesa. Salió dejándola sola.
Ella continuaba llorando. No lloraba por su muerte próxima, lloraba porque la imagen de Luciano se volvería más tenue con el pasar de las horas hasta volverse total oscuridad. El tic-tac seguía marcando los segundos que le quedaban de vida.
Cualquier Cosa Nos Inspira.
Erika.
Lo único que se escuchaba era el constante tic-tac del reloj de pared. Parecía que éste contaba despiadadamente los segundos que le quedaban de vida.
Una lágrima rodó por su mejilla mientras pensaba en Luciano. Pensaba en las pocas posibilidades que existían de volverlo a ver, de sentir sus manos tocando su cuerpo, de mirar sus ojos profundos. Suspiró y miró a su alrededor. Las muñecas le dolían por la fuerza de las cuerdas que la ataban. Abrió y cerró las manos para permitir a la sangre circular un poco y entonces sintió algo caliente que le escurría por los brazos. Era su propia sangre.
La parsimonia del tic-tac le hizo recordar el acto de equilibrio de Luciano. La primera vez que lo vio realizándolo se sintió tan atraída a él. Le fascinaba la entereza de su expresión al caminar sobre el cable en las alturas, la seguridad con que lo hacía, sus piernas fuertes sosteniéndolo.
Ella tenía un acto con Horacio en el mismo circo, el acto de los cuchillos. Él la amaba devotamente. Ella le tenía mucho agradecimiento. Sin embargo, con él jamás logró sentir la electricidad que Luciano le causó desde la primera vez que pasó a su lado y descuidadamente rozó su mano.
La atracción era eminente. Él la desnudaba con la mirada. Ella sentía como la sangre le bullía en las venas con sus miradas.
Finalmente una noche ella salió al baño mientras Horacio dormía. La noche era clara y cálida. Caminaba tranquila cuando sintió una mano jalarla por la cintura. Otra mano tapó su boca para evitarle gritar. Se sintió sorprendida y asustada pero cuando escuchó la voz de Luciano decirle –no grites por favor! Su sorpresa se volvió emoción. Escalofríos recorrieron su piel, sentía que el corazón le explotaría en el pecho.
Estaba de espaldas a él. La soltó y ella giró lentamente. Se miró en esos ojos que ya no podría borrar de su mente. Comenzaron a besarse y tocarse como queriendo reconocerse en un segundo. Ella sintió su lengua atrapar a la suya, sus manos explorar su cuerpo hasta llegar a su entrepierna. Sintió su cuerpo estremecerse con cada caricia, con cada beso, con cada respiración acompasada. Al momento de penetrarla, ella supo que él estaba penetrando algo más que su cuerpo. Él tuvo que taparle la boca para evitar ser descubiertos.
De pronto escucharon pasos y ella asustada lo empujó para salir corriendo a su remolque. Cuando se acostó al lado de Horacio todavía sentía la excitación del encuentro, el sabor de Luciano aún estaba en su boca. Su piel seguía erizada.
Ese fue el comienzo de su relación con Luciano, de los encuentros siempre clandestinos, siempre intensos. Luciano le suplicaba que huyeran juntos, ella dudaba siempre. Amaba a Luciano, sin embargo se sentía culpable por Horacio. Él siempre había sido tan bueno con ella, le había tendido la mano cuando ella estaba tan perdida. Le había enseñado a manejar los cuchillos casi tan bien como él lo hacía. ¡No podía abandonarlo! ¡Le debía tanto! Pero Luciano no podía entender esto y los celos lo mataban. Ella le suplicaba tiempo.
…y el tiempo era lo que se le terminaba ahora…el tic tac seguía torturándola y ella pensaba en la ironía de la situación. El ruido de la puerta la sacó de sus pensamientos, era Horacio.
Se acercó y la besó en los labios. Acarició tiernamente sus mejillas. Ella vio sus ojos llenarse de lágrimas mientras le preguntaba el por qué de su traición, si él no había hecho otra cosa que amarla. Sacó un cuchillo ensangrentado de sus ropas. Lo comenzó a limpiar al tiempo que le decía que Luciano no traicionaría a nadie más. Ella sintió un dolor profundo en el corazón. Lloró, le pidió que la soltara. Pero él no la escuchaba seguía en un monólogo de lamentaciones.
Horacio sacó un saco pequeño de terciopelo negro, lo desató y de interior extrajo una serie de dagas en diversos tamaños, parecían miniaturas de las que solía utilizar para su acto en el circo. Las comenzó a acomodar en una mesa próxima a la mesa en la cual ella yacía amarrada. Ella las miraba, calculó unas veinticinco. Ya no sentía miedo de lo que Horacio quisiera hacer con ellas, la vida perdía sentido ahora que sabía que Luciano se había ido.
Una vez acomodadas las dagas, Horacio espero a que el reloj marcara con sus campanadas la hora. Eran las cuatro de la tarde. Seleccionó cuatro dagas con sumo cuidado. Las tomó entre sus dedos y estudió el cuerpo semidesnudo de ella. Se acercó a su pierna derecha y clavó lenta y profundamente las cuatro dagas en el mismo sentido de las manecillas. Ella sentía un agudo dolor cada vez que una daga entraba, sentía la sangre caliente correrle por la piel.
Horacio, ya calmo, continuaba su monólogo con inusitada frialdad. Ella moriría lenta y dolorosamente, igual que su traición lo estaba matando a él. Era justo: él no podía causarle a su corazón el mismo dolor -ella no lo amaba a él- mas lo causaría de forma similar en su cuerpo. Dejaría que la sangre saliera de su cuerpo con cada daga, con cada hora que marcara el reloj. Causaría un dolor lento y profundo en ella, hasta que no quedara una gota de sangre que derramar. Hasta que ella no tuviera un solo aliento de vida. Guardo nuevamente las dagas que quedaban en la mesa. Salió dejándola sola.
Ella continuaba llorando. No lloraba por su muerte próxima, lloraba porque la imagen de Luciano se volvería más tenue con el pasar de las horas hasta volverse total oscuridad. El tic-tac seguía marcando los segundos que le quedaban de vida.